Como bien supo comprender Margaret Thatcher, el socialismo necesita que haya riqueza para poder rapiñar, mantenerse y expandirse. Con la despensa no ya vacía sino desfondada, mensajes así podrían resultar atractivo e incluso integrar planes de acción política ( el programa del gobierno social-comunista en Andalucía o el de Podemos), pero no tienen viso alguno de materializarse… al menos en España. En sociedades donde el intervencionismo hipertrofiado todavía no ha arruinado a la ciudadanía, el debate no sólo sigue vivo, sino que, si por dinero fuera, algo así podría llegar a implantarse.
Según J.R. Rallo:
El problema de la renta básica estatal es que consiste en una mera redistribución de la riqueza. Sus perceptores no se sienten necesariamente empujados a producir los bienes y servicios más valorados por el resto de las personas, aunque sí desean consumirlos. Como es obvio, sólo puede consumirse aquello que previamente ha sido producido, de modo que si cada uno de los productores se dedicara a fabricar lo que a él individualmente le apetece en lugar de lo que los demás individuos demandan, la calidad de los bienes por redistribuir se iría deteriorando y el sistema colapsaría, en medio de una pauperización generalizada.
Supongamos que, gracias a la renta básica estatal, todos los agricultores, escasamente realizados por la dura actividad que supone labrar el campo, deciden dedicarse a actividades más recreativas y satisfactorias como, verbigracia, prestar servicios sociales a la comunidad. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que la sociedad tendría una absoluta carestía de alimentos, al tiempo que registraría un excedente en la oferta de servicios sociales.