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a muerte de Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, deja al PNV sin una figura de auténtica referencia política. Los nacionalistas lograron con Azkuna, elegido como mejor alcalde del mundo, un hito inédito: la mayoría absoluta en Bilbao en las elecciones municipales de 2011. Azkuna fue un nacionalista atípico. En realidad era un vasquista, un hombre de natural moderado, extraordinariamente culto, buen conversador, admirador de
Unamuno y de su obra (bestia negra del nacionalismo) y un político libre que siempre relativizó las consignas, eludió las disciplinas y
se alejó de las filias y fobias que su partido cultivaba y cultiva –ahora menos– con verdadero fervor.
Bajo el largo mandato de Azkuna (1999-2014), Bilbao se transformó hasta resultar casi irreconocible: humanizó la ciudad, civilizó su convivencia y logró que la capital de Vizcaya se convirtiese en una referencia internacional entre las urbes de tamaño medio del sur de Europa.
Le tocó la difícil misión de que los bilbaínos comprendiesen que la ciudad dejaba de ser industrial para serlo de servicios, lo que significó un cambio profundo de mentalidad que ha transformado, incluso, el temperamento de los ciudadanos que asumieron la pérdida del Bilbao financiero, del Bilbao empresarial y del Bilbao de negocios e interiorizaron un nuevo horizonte.
Azkuna no fue un hombre de ideología marcada o de convicciones telúricas. Socarrón, relativizó la política para enfatizar la gestión y primar la eficacia. Paseaba por la ciudad para entenderla y conocerla sin intermediarios y
era frecuente verle departir en las aceras con los vecinos.
Nacionalistas o no, los bilbaínos encontramos en Azkuna a un hombre integrador que sabía representar a todos, haciéndolo siempre con una dignidad desposeída de envaramiento o grandilocuencia. Era sencillo, pero con un fuerte sentido del poder y de la responsabilidad.
En momentos difíciles se puso del lado del débil, desafiando la prepotencia de su propio partido.
Durangués de nacimiento, se licenció en Salamanca y amplió sus estudios de Medicina en París. Dirigió el mayor hospital del País Vasco –el de Cruces– y adquirió una extraordinaria experiencia política como secretario general de la presidencia del Gobierno Vasco y como consejero de Sanidad del Ejecutivo autonómico. Honrado a carta cabal, Azkuna
fue el mejor estereotipo del bilbaíno hospitalario, amigo leal y hombre de palabra. Su muerte nos ha llegado al corazón a la mayoría de los bilbaínos, aun a aquellos que se encuentran a gran distancia, ideológica y sentimental, del nacionalismo.
Azkuna fue un hombre pontifical, es decir, de unidad, de integración, con una gran capacidad para entender y explicar. Fue, en definitiva,
un político de los que ya no circulan en la vida pública. Fue el mejor alcalde que ha tenido Bilbao en muchas décadas y, sobre todo, una persona de bien, cálido y honrado. Un ciudadano ejemplar. Y logró la mayor de las bilbainadas: que se le reconociera como el mejor alcalde del mundo. El Rey, en su última visita a Bilbao, le visitó en su domicilio. Dicen que se abrazaron y que a nuestro alcalde le resbaló una lágrima por su demacrada mejilla. Como las que corren hoy por los rostros de muchos hijos del Bocho, como llamamos sus naturales a la ciudad de nuestra nacencia.